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Georgetown University

La Crisis de autoridad de la Iglesia católica

Publicado: 2012-05-14

Dos casos recientes en Estados Unidos muestran cómo crece la divergencia entre laicos y autoridades eclesiásticas en el mundo católico. La Universidad jesuita de Georgetown ha invitado a dar la lección inaugural a la Ministra de Salud de Obama, una católica que respalda posiciones que los obispos conservadores combaten con ferocidad. En el otro extremo del país, la gobernadora católica del Estado de Washington respaldó la ley que permite el matrimonio homosexual en confrontación abierta con el Arzobispo de Seattle, y algunas parroquias decidieron apoyar a la gobernadora.

También el clero ha dado claras muestras de disconformidad con la jerarquía en Austria, Alemania, Irlanda y Estados Unidos. El caso más grave y menos publicitado en nuestros países es el Llamado a la desobediencia de más de un centenar de curas austríacos. Podría seguir multiplicando ejemplos... porque me tomo el trabajo de buscarlos. La prensa no-especializada no informa sobre ellos ni advierte sus alcances, y se concentra, más bien, cuando mucho, en la pedofilia y su encubrimiento como los indicadores principales de la crisis.

No hace falta insistir en lo que todo lector informado sabe, así es que no me detendré en los ejemplos. Mi trabajo consiste en alcanzar una comprensión global de la crisis, no tanto en términos de sus posibles causas (que tal vez no existan), sino prestando atención más bien a los desafíos que la crisis plantea a los católicos, tanto clérigos como laicos. Para ello empezaré por resumir qué es el Magisterio y luego abordaré su pérdida de autoridad.

Qué es el Magisterio y cuál es su misión

En este juego del lenguaje (Language-game, Sprachspiel) que se llama catolicismo, el Magisterio es el oficio de los obispos de interpretar auténticamente la Palabra de Dios, tanto escrita como oral, asistidos por el Espíritu de Dios y en comunión con el Papa. La doctrina establece que el Magisterio no está por encima de la Palabra sino a su servicio. El deber de los obispos es escuchar, custodiar y explicar el Mensaje que procede de la Escritura y la Tradición. Está claro que el Magisterio no puede subsistir sin la Escritura y la Tradición; pero lo que requiere aclaración es la naturaleza de su autoridad. No me refiero a la fuente de la autoridad ni a las condiciones de su ejercicio, que el juego define con bastante claridad: la autoridad del Magisterio emana de Cristo, y se ejerce plenamente cuando define qué verdades dogmáticas y morales contenidas en la Revelación obligan a los creyentes a un acto de fe. Cuando el Magisterio explica la Palabra en el campo dogmático, determina aspectos centrales de la fe, como, por ejemplo, que la muerte entró al mundo a causa del pecado del hombre. Esa es una enseñanza que tiene más de dos mil años y no hay manera de objetarla sin hacer colapsar el equilibrio de los dogmas. Pero cuando se explica la Palabra en el terreno moral, el Magisterio debe tomar en cuenta el sensus fidelium, el sentido de los fieles. Este es mi tema, la pepa del mango, como quien dice.

Es misión del Magisterio trasmitir los mandamientos y virtudes cristianas desde la caridad y mediante la predicación, es decir, ante un auditorio que observa la conducta del predicador y pondera sus palabras. Para predicar con éxito, los obispos requieren el concurso del Espíritu y también, desde luego, algún apoyo de los estudiosos de la cultura y la sociedad, porque de otro modo no podrían cumplir con una regla elemental de la retórica: es imposible persuadir a un auditorio sin tomar en cuenta el ethos y el pathos. ¿Qué son estos factores de la persuasión? Lo diré de esta forma: si un auditorio sabe que quien habla en el púlpito es un hombre carente de ethos cristiano, es decir, un degenerado, un crápula, una mala persona, entonces el reconocimiento de su autoridad se reduce considerablemente. Por otro lado, si el predicador es alguien que todos reconocen como un buen cristiano, un alma de Dios, pero no tiene idea del pathos de su público, es decir, desconoce las expectativas racionales y emocionales de la gente a la que habla, entonces el reconocimiento de la autoridad de sus palabras sufre también un gran detrimento.

La conjunción de estos dos factores, ethos y pathos, es el acontecimiento de la verdad religiosa y en él se funda el sensus fidelium. Por lo tanto, el Magisterio ordinario y universal del Papa y los Obispos, que enseña la verdad que se ha de creer, la caridad que se ha de practicar y la felicidad que se ha de esperar, no puede desconocer el sentido de los fieles, so pena de perder autoridad y ser escuchados solo por quienes necesitan un mandato o alquien a quién obedecer.

Ahora bien, si se mira con cuidado, la dialéctica del Magisterio y su auditorio puede graficarse con dos vectores en curso de colisión. De hecho, pertenecen al mismo círculo, pero hace mucho que no se encuentran. El círculo es la Iglesia católica. El vector más grande representa a todos los bautizados que esperan ser felices, practican un modo de vida más o menos inspirado en el amor cristiano y a veces se preguntan por la verdad de sus creencias. El otro vector grafica a los obispos que enseñan la verdad y, a partir de ella, el modo de vida y la felicidad que debe procurarse. ¿Por qué no se encuentran siempre? O mejor dicho, ¿por qué tienden cada vez más a no encontrarse?

Qué está fallando en ese esquema

Parece que este juego ha alcanzado una suerte de entrampamiento. Con el paso de los siglos, el Magisterio ha adoptado una aproximación moderna, es decir, deductiva a la cuestión del sentido de la vida. A partir de una interpretación fija de la verdad de las creencias cristianas y católicas, a la que se suma una determinada comprensión metafísica de la naturaleza, ellos deducen cómo deben vivir y qué felicidad pueden esperar los seres humanos.

En los auditorios abiertos, en cambio, se sigue razonando de una manera inductiva, que ya lleva milenios sobre el planeta. Hay registradas en cada época un conjunto de experiencias, propias y ajenas de la felicidad, así como de la infelicidad, y debo añadir aquí que estos conceptos incluyen tanto la representación terrena como la ultra mundana. Sobre la base de esa experiencia se reconfiguran las formas de vida y las creencias que las orientan.

Un vector parte de una concepción fija de la verdad religiosa y se dirige hacia la configuración del sentido de la vida; el otro vector hace lo contrario: parte de la experiencia de la felicidad y se dirige hacia la recreación colectiva de la verdad religiosa en la praxis. En un caso la búsqueda de la verdad equivale a haber sido adecuadamente educado, es decir, informado acerca de su contenido dogmático; en el otro equivale hallarse en la capacidad de reinventar permanentemente una forma de vida basada en el amor cristiano.

Vistas las cosas así, lo que estaría fallando sería, al parecer, la manera de comprender la tarea Magisterial. Se estaría proyectando sobre ella la relación vertical del “maestro” y el “alumno”. Mientras se tenga un Magisterio formado por maestros que crean que su función es inculcar en sus alumnos dogmas religiosos y metafísicos, los veremos confrontados por aquellos laicos y clérigos que ya se hallan emancipado ese ese esquema tutorial. Éstos nuevos católicos, que ya circulan desde hace 50 años por el mundo, conforman un pathos legítimo y creciente, que muchos obispos todavía desconocen.

En la medida en que prime aún la relación de maestro y alumno en la idea del Magisterio, en esa misma medida se tendrá una concepción reduccionista de la Iglesia, que es la verdadera Maestra. Hay un legítimo pathos de la felicidad que procede del corazón de la Iglesia, que no es uno de los vectores, sino el espacio intermedio: la experiencia del Pueblo de Dios. Que la Iglesia de Cristo es Maestra no significa que la jerarquía tiene carta blanca para actuar autoritariamente según lo manden sus angustias; ser Magisterio demanda de los obispos otro carácter, les exige no huir de la partida, entrar en juego creativo con los signos de los tiempos. Que esta es la experiencia del Pueblo de Dios demanda de los fieles no desconocer el Magisterio, sino asumir que se vive una época de transición, cargada de conflictos ineludibles. Solo de esa tensión viva (o corazón, si se quiere insistir en la metáfora), puede propiciarse que el logos del amor resucite verdaderamente.

Ambos vectores requieren otro carácter, un ethos que sea manifiestamente cristiano. En el ejercicio de su autoridad Cristo no se respalda en las investiduras ni en los símbolos tradicionales, cosas que, como bien sabemos, mandó literalmente a rodar. En su acatamiento de la voluntad divina no manda al cuerno la tradición, sino que la comprende e interpreta de una manera nueva. Su autoridad, por último, se sostiene en un auditorio que reconoce en él al amor como caridad.

Los casos de pérdida de la autoridad de la Iglesia que he mencionado al inicio de esta nota permiten suponer que algunos obispos no encarnan el ethos de Cristo. Hay algo en el juego de la catolicidad que cierto sector de la jerarquía no está entendiendo, y hay cada vez más católicos que perciben la desconexión y demandan el diálogo.


Escrito por

Luis Eduardo Bacigalupo

Anti-filósofo, profesor de filosofía dedicado al estudio de la religión, creyente escéptico, malleus maleficorum... etc.


Publicado en

El Ojo de Timón

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